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Turismo
Abril 23, 2019 21:25 hrs.
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Jorge Laurel González › codice21.com.mx

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Pero el que tiene bienes de este mundo, y ve a su hermano en necesidad y cierra su corazón contra él, ¿cómo puede morar el amor de Dios en en él?
Juan 3:17

Con satisfacción el viernes por la mañana pude constatar que estábamos con una buena ocupación en Acapulco y el triángulo del sol. Taxco en semana santa, siempre se lleva las palmas por el turismo religioso y el espectáculo de los penitentes, además que, siendo mucho más pequeño, se llena con mayor facilidad. Zihuatanejo también, por su menor tamaño, pero Acapulco, también se encontraba pletórico de visitantes. Los reportes que tenía eran satisfactorios.

Salí de casa, rumbo al trabajo y debía de pasar antes a comprar algunos insumos a la tienda de autoservicio, que se habían agotado. De ahí pasaría a mí oficina, checaría pendientes y posteriormente intentaría ir a llevar la camioneta al servicio de lavado (lo necesitaba) y al técnico del aire acondicionado, probablemente tenía un corto, o algún fusible se había fundido, porque desde anoche, aunque el ventilador si funcionaba, el compresor no arrancaba. La mañana era fresca y yo tenía el vidrio abajo, respirando la brisa del mar, ligeramente contaminada con tanto vehículo. La costera era a esa hora un gran estacionamiento y los autos se movían a vuelta de rueda. Poco antes de llegar al semáforo de la Diana, un niño de aproximadamente once o doce años se acercó a la ventana y me preguntó muy educadamente: Señor, ¿me permite que le limpie su parabrisas? Sonreí, ligeramente extrañado, la técnica habitual es que toman por asalto la limpieza del vidrio (a veces en pareja) y de ahí, esperan que les des alguna moneda a cambio, dado que se acababa de poner nuevamente el rojo y que probablemente no avanzara ni estando en verde, porque había autos atravesados sobre la glorieta, le dije que sí, mientras buscaba en el cenicero (los no fumadores, le damos uso de monedero a esa área) alguna moneda de cinco o diez pesos, para darle al niño. La limpieza la realizó un poco más lento de lo que yo estaba acostumbrado, pero lo hizo meticulosamente.

-No te dedicas, habitualmente a esto –le pregunté.
-No señor, pero estoy de vacaciones y mi hermanito menor se enfermó. Estoy juntando para la medicina.
La expresión de sus ojos, era honesta, una madurez inusual en un niño de esa edad, se reflejaba en su rostro.
-Ven, súbete, te voy a ayudar –le dije en un impulso.
Me miró con cierta duda por cinco segundos y me dijo textualmente: ¿De veras? -Si, -contesté sonriendo.

Al subirse a la camioneta, pude ver su playera raída y sus pies descalzos, cosa rara, no usaba shorts, sino unos pantalones que le quedaban cortos, probablemente del año escolar pasado.

La historia de Daniel (que así se llamaba) era simple, padres separados, padre ausente, madre soltera, y cuatro hermanos más (una mayor que él) y los otros tres, dos niñas y el más pequeño de tan solo dos años de edad, que era quien se encontraba enfermo. Había terminado la primaria, con buenas notas. Todavía no he tenido hijos y mi empatía hacia él, fue inmediata.

Me enseñó anotado el nombre del medicamento en un papelito, le hablé por teléfono a un amigo, que cursó conmigo el doctorado y que casualmente es médico y pude constatar lo que había pensado, era un antibiótico que requería receta. Mi amigo se encontraba de compras en otro centro comercial cercano y tenía recetas en su auto, pasé por ella y la surtí donde iba a realizar mi compra, al pasar rumbo a la farmacia, pude apreciar la mirada del niño hacia la cafetería y verlo tragar saliva. Tenía hambre. Compramos el medicamento y le pregunté:

–¿Quieres desayunar algo?
–No señor, me respondió, muchas gracias. Ya tomé café antes de salir de la casa.
–¿No se te antoja, una rebanada de pizza? –le pregunté, mientras los ojos de Daniel se abrieron como platos-
-Bueno...

Pero, ven antes, quiero comprarte algo. Pasamos al interior de la tienda y le compré calcetas, tenis y una playera. Su sonrisa no podía ser más grande. En la cafetería le ordené dos rebanadas de pizza y un jugo de naranja, yo nada más pedí un café. Daniel me ofreció una de sus rebanadas, yo le dije que tendría un desayuno de trabajo más tarde y le agradecí.

Lo dejé comiendo, mientras iba a concluir de hacer mi compra. Cuando regresé, ya no estaba. Se había llevado su medicamento, obviamente la ropa que tenía puesta, pero había dejado mi café, una de las rebanadas de pizza y en una servilleta, había garabateado una nota que decía: Gracias señor, (recordé que nunca le dije mi nombre) le dejo una de las rebanadas de pizza, sé lo que es estar solamente con un café, y muchas, muchas gracias por todo. Que dios se lo pague.

Me senté en la banca de la cafetería, tomé mi café y degusté una de las mejores rebanadas de pizza que jamás había probado.

¿Cuántos niños cómo Daniel existen en los cinturones de miseria? ¿Cuántos de ellos, educados, formales, pueden acabar por hambre en las redes criminales? ¿Qué es lo que verdaderamente hacemos por ellos? Mi acción la cuento, por el impacto que tuvo en mí. Pero hay mucho que tenemos que hacer para equilibrar la balanza en este mundo injusto, el gobierno tiene forzosamente que ser subsidiario para compensar las desigualdades que produce por sí mismo el libre mercado. La economía tiene que tener un rostro humano.

Tenemos la obligación de construir para Daniel, un Acapulco de oportunidades, con centros de estudio, seguridad, fuentes de empleo. Esa es la terapia preventiva contra la violencia. Finalmente apostar por el potencial humano, por Daniel, por nosotros mismos.

Juntos Logramos Generar: Propuestas y soluciones. JLG.

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