Enemigo sin rostro

BAJO FUEGO

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Seguridad
Agosto 09, 2015 13:00 hrs.
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José Antonio Rivera Rosales › codice21.com.mx

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El atentado contra la vida de cinco personas en la colonia Narvarte, entre ellas nuestro colega fotoperiodista Rubén Espinosa, vino a poner fin a la percepción generalizada de que la Ciudad de México es -era- nuestra zona de confort.

Haya habido o no robo de por medio, el caso es que esa masacre no sólo acabó cruelmente con la vida de estas cinco personas, sino con la idea generalizada de que, en un momento dado, viajar al DF nos pondría a salvo de cualquier agresión en ciernes en los diferentes estados de la República donde los periodistas, todas y todos, cohabitamos con la delincuencia organizada.

Ahora, todas y todos habremos de considerar qué se puede hacer más allá de los protocolos de autoprotección, que en los hechos sirven para nada cuando un grupo del crimen organizado “se enamora” de un comunicador y decide quitarle la vida. No hay nada que los pueda detener, salvo contar con un arma para la legítima defensa en un caso extremo.

Por lo menos para que les salga caro, aunque ese no es el punto, porque a nadie conviene un periodista muerto. ¿A nadie?

Por eso es primordial retomar las consideraciones de liderazgos destacados como Marcela Turati o Elia Baltazar, para comenzar a discutir qué harán -haremos- los periodistas mexicanos más temprano que tarde, en particular por los escenarios turbulentos que se ciernen, como una nueva amenaza, contra la noble labor de informar y, por extensión, contra nuestra incipiente democracia.

Una tendencia clara, que se vislumbra cada día con mayor certeza, es la vocación inequívoca y creciente de algunos segmentos de la propia sociedad para agredir a los reporteros/as, camarógrafos y fotoperiodistas que cubren situaciones de conflicto.

Hasta años recientes esperábamos agresiones casi siempre de las corporaciones de seguridad, pero luego hicieron su aparición los ataques del crimen organizado. Ahora, para nuestra sorpresa, comenzaron a proliferar ataques de sectores radicales de la propia sociedad, como los anarquistas, que recién declararon como un “blanco” también a los/las periodistas, además de las propias corporaciones de seguridad. Y de las palabras pasaron a los hechos, como lo demuestra el ataque irracional de que fue víctima María Idalia Gómez cuando cubría disturbios en el zócalo capitalino.

Ahora, con una probable revuelta de orden político en una fecha imprecisa pero próxima -que podría extenderse a varios estados del país-, el escenario no pinta nada bien para los comunicadores mexicanos. Así pues, resulta obligado discutir qué hará la prensa mexicana para afrontar escenarios todavía más adversos, en cuyo contexto el o la periodista se convertirá en un blanco de fuerzas de seguridad, de criminales o de movimientos radicales.

Para dimensionar el problema que afronta la prensa, como parte simbiótica y representativa de la sociedad mexicana, apuntamos los datos siguientes: un reporte de 2012 del Banco de México (BM) establecía que ese año había detectado un flujo equivalente a 11 mil 500 millones de dólares que circularon por el sistema financiero mexicano como parte de capitales volátiles que no tenían explicación legal y que, por tanto, se consideraban recursos del lavado de dinero.

Como para redondear la cifra, el Fondo Monetario Internacional (FMI) considera que en México se lavan cada año entre 8 y 25 mil millones de dólares, lo que parece cuadrar, en el término medio, con la cuantía de recursos ilícitos detectado por el BM.

Sin embargo, Saskia Rietbroek de la firma consultora No Money Laundering, estableció por su parte que debido a su alto nivel de corrupción y narcotráfico, en México unos 45 mil millones de dólares de dinero sucio circulan cada año por bancos, casas de cambio, casas de bolsa, empresas de seguro e inmobiliarias.

En tanto, el Reporte Internacional de Control Estratégico de Drogas, del Departamento de Estado norteamericano, estimó que desde 2003 cerca de 22 mil millones de dólares han sido repatriados a México desde Estados Unidos por parte de los cárteles de la droga.

Más modesta, la Procuraduría General de la República (PGR) estimó que unos 10 mil millones de dólares circulan por el sistema financiero mexicano, basados en una estimación de operaciones de intercambio financiero con Estados Unidos, recursos que no tienen una explicación legal. Es lavado, pues.

Así pues, sean 10 mil, 25 mil o 45 mil millones de dólares de dinero sucio los que circulan anualmente por el sistema financiero mexicano, aquí lo destacable es que esa es la verdadera dimensión del enemigo de la sociedad en lo general, y de la prensa en lo particular. Un enemigo poderosísimo si se toma en cuenta que esos capitales forman parte de un estado que los protege, los patrocina y, a la par que se enriquece, les hace el trabajo sucio.

Es, pues, un fenómeno delictivo monstruoso -que agrupa a 21 tipologías delictivas, no sólo al tráfico de drogas-, el que se yergue amenazante contra la prensa crítica, con la complicidad o connivencia, voluntaria o coaccionada, de gobiernos municipales, estatales y federal, además del sector financiero y, claro, de los políticos y empresarios locales y nacionales. ¿Quiénes más podrían los operadores de esos capitales? Por eso afirmamos que es un gran problema de estado.

Si observamos el tamaño del monstruo, debiera quedar en claro realmente cuáles son los filamentos que, al ser tocados por observadores incómodos, provocan una reacción furiosa de los operadores, sean éstos estatales o locales.

La prensa mexicana debe ubicar con absoluta nitidez quién es el verdadero enemigo del derecho a la información y la libertad de expresión -esto es, los capitales ilícitos y el estado mismo-, lo que le permitiría definir nuevas estrategias de defensa de las y los periodistas mexicanos.

Otro aspecto de la misma problemática, claro, la constituyen los bajos salarios, la ausencia de recursos jurídicos y la displicencia de las empresas de comunicación que, muy cínicas, fingen mirar hacia otra parte, para estar en condiciones de seguir con su negocio.

En este sentido, sólo una conjunción de esfuerzos, apoyada por instancias internacionales y en particular por países democráticos, podría constituir una herramienta que obligue al Estado Mexicano a asumir su responsabilidad con la ciudadanía, en lugar de patrocinar negocios transnacionales.

Sean drogas u petróleo, para el gobierno mexicano parece no haber distinción alguna: business are business.

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