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Contrapunteo entre el licántropo y el licántrump

Contrapunteo entre el licántropo y el licántrump
Periodismo
Septiembre 16, 2025 00:51 hrs.
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Luis Manuel Arce Isaac › tabloiderevista.com

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Desde el descubrimiento del licántropo por el poeta romano Publio Ovidio Nasón allá por los años 20 antes de que María pariera a Jesús en un pesebre en la barriada de Belén en la Cisjordania de hoy, y a solo unos 10 kilómetros de Jerusalén, el hombre lobo ha evolucionado muchísimo en su metamorfosis hasta llegar al actual licántrump.
En aquellos tiempos, el hombre lobo tenía pelaje de lobo, colmillos de lobo, ojos y orejas de lobo, y aunque los brazos se les transformaban en patas con garras de lobo, y gruñía o aullaba como lobo, siempre fue mitad de lo uno y de lo otro, como le reconoce la historia.
En los tiempos de ahora, su descendiente el licántrump carece de ese pelaje, sus colmillos son naturales al igual que sus orejas; en cambio, su voz sigue siendo un gruñido cuando sus entrañas se revuelven y el cerebro se desordena en su paso hacia el animal que lleva adentro.
Eso lo denuncia a pesar de que sus manos no se convierten en garras, lleva manicure en sus uñas y sus dedos largos y blancos pueden esgrimir un gran bolígrafo de punta gruesa y escribir en un papel su rúbrica, un sello satánico porque cada pliego firmado es como una orden de muerte individual o colectiva. La corbata bien anudada al cuello le resalta su mirada felina cuando alza el pergamino y exhibe con sonrisa de hiena su firma como gráfico de picos.
Hay diferencias interesantes entre el licántropo y el licántrump que merecen la pena destacar. Por ejemplo, el primero evita por todos los medios que lo comparen con un vampiro y aparentemente no comulga con el conde Drácula. Su gran drama o tragedia propia de Esquilo, Sófocles o Eurípides, es su tormento por ser lo que no quiere ser, y se la pasa en catarsis en su lucha porque la parte hombre derrote a la parte lobo. Allí radica la extraña empatía que genera entre quienes se apiadan de él en su momento de humano.
En cambio, el licántrump odia a la parte humana, destruye todo atisbo empático que la porción animal no haya deshecho: no hace catarsis, sino alienta un proceso catalítico inverso para convertir lo bueno en malo sin consumirse a sí mismo en la transformación, y asume ambos papeles, el de lobo y el de vampiro en una simbiosis maléfica de chupador de sangre mezclada con el petróleo, de la cual hace su alimento salvador.
Por tanto, al licántrump se le puede catalogar de hombre-lobo-vampiro, y esa tripleta seguramente lo emocionará, y estimulará mucho a creadores de pánico del Hollywood más oscuro y tenebroso que tanto le agrada.
Esto es clave en la clasificación de este hombre-lobo del siglo XXI que no desea por nada del mundo sobreponerse al animal ni recuperar su naturaleza humana, y a diferencia del licántropo, experimenta una íntima exaltación de su oscuridad interior que lo hace gruñir con rabia cuando encierra a niños robados a los padres en jaulas de tigre, o caza a migrantes como conejos durante las cosechas de trigo, manzanas y uvas, o en peligrosos trabajos de construcción, cuando libera sus instintos para celebrar su identidad sobrenatural y sobrehumana que en su mentalidad lo convierten en rey del mundo por encima del mismísimo Zeus, gozando de que tal poder se fundamente en depredar, desangrar y dominar a la sufriente humanidad.
Hay aún más diferencias entre el hombre lobo de ayer y este de hoy. El primero, recordemos, usaba la fuerza bruta para atemorizar a la gente; en cambio, el de nuestro tiempo se embrutece usando la fuerza contra quienes odia o desprecia.
El licántropo poseía una personalidad simple, y siendo hombre actuaba como tal mientras repudiaba al lobo que lo convertía en bestia cuando su deseo era librarse de su otro yo animal.
Contrariamente, el licántrump es un tipo complejo emocional y psíquicamente. No está atormentado por alguna maldición y disfruta la identidad unívoca entre su naturaleza humana y el instinto animal. Este hombre lobo del siglo XXI busca meter miedo para ocultar, a su vez, el terror que le produce que la gente deje de temerle.
Aunque en la claridad del día su lobo se esconde dentro del hombre y está presuntamente inactivo, es solo una apariencia, pues en realidad la bestia usa ese tiempo de descanso para pergeñar nuevas travesuras.
El poeta Ovidio descubrió al lobo en el hombre cierta noche de lluvia a la hora prima cuando el felino, acurrucado dentro de la osamenta artrítica del Rey Licaón, dejó su refugio y se disponía a salir de sus entrañas mientras una luna grande y redonda subía por encima del monte iluminando el paraje en un momento de magia e invocaciones en la que el monarca de Arcadia convocaba al Diablo de quien no podía prescindir y sin cuya ayuda le era imposible su metamorfosis.
Después de ese descubrimiento de Ovidio, con el tiempo se hizo común nombrar al Rey Licaón como el primer licántropo en el universo Tierra y llevarlo a la fama también como el génesis del hombre lobo nacido para aterrar. Tal hecho permitió a los sociólogos relacionar malas actitudes sociales con la bestia y advertir que el hombre es el lobo del hombre, aunque aclarando que no de forma general sino en determinado espécimen como el de nuestro tiempo.
Cuento esto ahora en tiempos de guerras y epidemias, pobreza y saqueos, porque allá en la Arcadia de la antigüedad remota empezó su proceso metamórfico hasta llegar a la actual criatura, mucho más terrible y agresiva que la que le consumía la existencia al Rey Licaón: el temible licántrump escondido en las entrañas de un ’rey’ tan apocalíptico, ficticio y patético como Abrádato, el hombre lobo que cocinó a su hijo para darlo en banquete entre vinos y odaliscas obsequiadas por los otomanos.
Este hombre lobo del siglo XXI, con su vigoroso cerebro maligno alimentado por las ambiciones más perversas y un egocentrismo orangutánico en la selva de sus iguales como si habitara el planeta de los simios y no de los homosapiens, ha logrado borrar las debilidades humanas que el licántropo preservó por encima de la bestia, y a tan peligroso extremo que no es necesario esperar a que haya luna llena para escuchar sus aullidos pidiendo sangre, muerte y poder, desde un lúgubre y oscuro despacho de una casa blanca que debía estar pintada de gris con pespuntes negros.

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