Cada noviembre, nuestros corazones salen de nuestro pecho dispuestos a honrar a aquellas personas que no hemos perdido, sino que han traspasado a un ámbito superior.
Nos llenamos de colores, olores y sabores que iluminan nuestras almas y decoran nuestra memoria.
Con cariño, buscamos ese rincón que alumbrará el recuerdo de quienes nos hacen falta en la mesa, en las festividades, y simplemente en nuestra existencia.
Anhelamos que en algún momento nos reencontremos, que volvamos a sentir el calor de nuestros cuerpos y el latido de nuestros corazones al unirse en un abrazo.
Desde enero hasta diciembre pensamos en ellas y ellos, en la risa, los abrazos, los besos e incluso las discusiones. Y esperamos con fervor el 1 y 2 de noviembre.
Pensamos en lo injusto que es la vida y la manera en la que nos arrebata a quienes amamos, reflexionamos cuántas veces retribuimos un poco de lo que la sociedad nos ha dado.
Con esto, muchas veces cuestionamos la actitud de nuestros gobernantes ¿Qué tan difícil puede ser brindarnos seguridad, ¿Por qué las personas con buenas intenciones siempre terminan en finales tristes? ¿Por qué a quienes intentan defender las necesidades básicas de la ciudadanía terminan siendo opacadas por diversos factores o poderes?
Es intrigante y triste saber que, en México, quien intenta hablar, es silenciado.
Saber que, en México, la narrativa se limita a culpar a gobiernos pasados, y la acción queda en el olvido.
¿Cuántas personas silenciadas se necesitan para que exista un cambio en este país?
Porque hoy no solo perdió Michoacán, perdió México.