La Venus de los perversos. Capítulo XXX
Les prophéties
Encuentro con el visionario de Nostradamus
Por: Magda Bello
Sobrevolé a las alturas, los caballos y la algaba se aliaron con las visiones de un hombre de cabellos largos, sensatez afilada y mediana edad. Pisamos al fin la tierra de balcones, acicaladas pilastras y un pasadizo escarpado, señal de un encuentro azaroso, entre un boticario francés y una mística pitonisa, prendida en fiebre.
No pareciese que un centenar de escalerillas nos llevase hacia la guarida de molocsitas celebrando el sacro holocausto, bebiendo sangre de cristos, sí, uno de sus cristos lo dijo –Bebed mi sangre que por vosotros es derramada, haced esto en memoria de mí, y de todos los ninrritas de la tierra, el que bebiere no morirá jamás– y alzaron sus copas de plata, mientras comían carne del altar del carnero.
Después de caminar un tramo más, un sentimiento de alivio recorrió mi cuerpo al tocar la pequeña puerta de hierro en los pasillos de Salón de Provenza.
—¡Hermanos de Sion, sean bienvenidos! cuánto hace desde tu iniciación en la batalla encarnizada entre el Clero y el Maestre de nuestra orden, Miguel Ángel (Obligarlo a pincelar las alturas de la bóveda Sixtina, desgarrando su espalda y desentrañando
su propia vida). Con respecto a ti mi querido Leonardo, no deberías de exponeros, venir hacia mí, he sido inquirido por el episcopado real, siguen mis pasos como sanguijuelas día y noche, más de alguno me asocia con alguna secta secreta, que domina el mapa iluminado de los últimos acontecimientos. Si la hoguera sigue ardiendo en mi nombre, hay todavía una soberana y poderosa mujer que me protege.
El boticario de Nostradamus dio a beber a Elisa de Molay un mejunje con resina de ciprés gris y zumo de pétalos de rosas, el mismo brebaje que salvase de la peste a reyes y nobles. Mientras tanto, aquel visionario descriptaba a Leonardo sus versos en cuartetos (el nacimiento de Orgón, los peces de negroponte, el gran hecatombe, el Prelado Céltico, el buque mortal de Hierón, la Última reina y la Secta Filz Adaluncatif)
Entre tanto, yo, contemplaba su mustio semblante, sus apretados y menudos dedos como si el alba escapase de sus manos, persuadiendo sus gestos huraños con el aire húmedo y tibio, huyendo del carmín de sus labios, y la flama de lamparillas avivando el gran salón.
—Mi viaje se acerca – musito, —sólo espero que se entibien mis venas, y las huellas de la memoria zarpen en el navío de las sombras, ¿mi carruaje está listo? ¿La albardela del lancero, ajustado? No, no ascenderé al vergel del paraíso, ni habitaré en la cartuja de husitas junto a mi madre, dile al serafín luminoso que buscaré a Dante en los confines de los infiernos.
Mi cansancio era tan grande que dormí junto a ella toda la noche, todavía su vientre palpitaba inquieto y el aroma de enredados jazmines entre su cabellera.
Algo me decía que el amanecer traería buenas nuevas. Al menos esa era mi esperanza.
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