Otis: El día en que Acapulco rugió


Daniela y el ojo del miedo (artículo de opinión)

Otis: El día en que Acapulco rugió
Clima
Junio 21, 2025 07:14 hrs.
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Adriana Ramos L. › codice21.com.mx

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Acapulco olía a sal y peligro esa noche. Daniela recordaba que había sido un día normal, se levantó, se fue a trabajar, regresó a su casa a pasar tiempo con sus hijos. A las 07:00 pm, el chispeo de lluvia que rebotaba en su ventana comenzó a ser sustituido por una sirena ensordecedora en las calles. Salió. Alcanzó a ver una camioneta gubernamental que avanzaba con una voz en off que indicaba: ubique su refugio temporal, alerta de huracán. Repito,
ubique su refugio temporal. —¡Ay, qué exagerados, seguro esa alerta es para quien vive cerca de un arroyo, de un río o de un barranco!—, pensó con enfado. Su pensamiento fue reforzado con las nulas reacciones de sus vecinos. El cansancio de la agotadora semana laboral le cobraba factura, se quedó dormida en el sofá
cuando el grito desesperado de su hijo adolescente la despertó: —¡Se fue la luz!—, gritó Iván. Daniela tomó una lámpara de mano y se dispuso a bajar al piso en el que se encontraban los interruptores de instalación eléctrica del departamento de seguridad social en el que
vivían. Apenas abrió la puerta, el aire la azotó de vuelta. Se acercó a abrir una de sus ventanas y ahí fue cuando el terror la invadió. El viento rugía enardecido, jamás había escuchado algo así, a pesar de que la oscuridad no le permitía ver, sus oídos le decían lo que ocurría: golpes de fierros y vidrios contra las paredes del edificio, árboles arrancándose desde sus raíces, postes de luz chocando entre sí.

El viento fúrico hacía que el piso y las paredes se movieran como si fueran un bote en medio del mar. Pronosticaba lo peor. —¿Nos vamos a morir mamá, ¿verdad?— el corazón de Daniela se estrujó al escuchar a su hija Natalia. Era difícil consolar con credibilidad a sus hijos cuando ni siquiera ella sabía lo que la incertidumbre les depararía. La casa crujía como
si estuviera temblando por el viento gruñendo a más de doscientos cincuenta kilómetros por hora.

Habían pasado media hora abrazados, rezando en la sala mientras el agua les llegaba a las rodillas, cuando de pronto, en medio de todo el caos, hubo un momento de calma. El viento se había apaciguado. La hondura de la noche aún no le permitía ver nada. Encendió la linterna de su celular sólo para percatarse de que el reloj de la sala se había detenido justo a las doce y media de la noche. Un silencio perturbador advertía lo peor, en el ojo del huracán es como si el tiempo dejara de correr… Aproximadamente a la una quince de la madrugada, la segunda pared del huracán entró dispuesto a exterminar lo que aún quedaba. Así continuó hasta las tres de la mañana
cuando el huracán por fin se cansó y se alejó. Pasaron la noche en vela, pero la falta de luz y no tener agua potable, los obligó a salir en búsqueda de alimentos y agua. Acababa de amanecer, lo primero que observaron al salir a la avenida principal en la que se encontraba el supermercado, fue un cuerpo sin vida. Tenía los brazos colgando porque había quedado atrapado en el espectacular de Walmart. Pero eso era
sólo el comienzo de su travesía. Caminaron tratando de no ver los cuerpos que yacían tirados en la avenida, a las personas en situación de calle que habían perecido amarradas a los postes, como quien se aferra con fuerza a la vida, pero había sido golpeado por alguno de los muchos
objetos mortales que el viento voló.

Entrar y lograr tomar algo del supermercado no fue tarea sencilla, la gente, en su mayoría, tenía un semblante de locura en su mirada. Estaban físicamente ahí, pero estaban perdidos. Con los pocos alimentos que lograron tomar, volvieron al departamento. Ese día, como
muchos días posteriores, comieron en silencio y con la cabeza agachada. La agonizante espera del regreso de la luz y las telecomunicaciones, para tener señales de vida de sus hermanos, de su novio y el panorama, quebrantaban cualquier voluntad.

CARLOS Y LA CASA RECLAMADA

Carlos llegó a la casa de Daniela con los jeans embarrados de lodo y los nudillos sangrando, —¡están vivos!—, gritó abrazándola. Apenas estaba construyendo su casa, tenía aún láminas en lugar de techo. Alcanzó a llegar a ella antes de que iniciaran los fuertes vientos. El rugido del viento sonaba como un choque de
trenes, rápidamente, como si fueran un juguete, volaron las láminas. Infirió de inmediato que tenía que buscar un refugio, utilizó todas las fuerzas que puede tener un hombre de un metro con ochenta, y noventa kilos, con toda la determinación para vivir, para abrirse poco a poco, paso en medio de la tormenta. La lluvia pesada mezclada con los vientos lo empujaban de
regreso. Mientras caminaba con esfuerzo, logró ver a su vecino, Don Nacho. Un hombre octogenario que vivía solo en una casa como la de Carlos. Estaba arrinconado, pegado a las únicas paredes que aún se resistían al huracán. —¡Vámonos Nacho!— le gritó Carlos. Tartamudeando debido al miedo don Nacho solo dijo: —no, no, no—. Carlos no podía ir por él, y decidió seguir. Sabía que todas esas casas serían arrebatadas por el viento…

Fornido por cargar cemento en su trabajo como albañil, avanzaba por el huracán como si fuera en cámara lenta. Logró avanzar hasta que de una plaza salió el gritó de un ángel: —¡ven para acá!—, le dijo un policía que se percató de su situación. Pasaron esa madrugada infernal
resguardados en una pequeña bodega de la plaza. Tenía mucho tiempo tratando de construir su casa por completo. Ahora, sólo existía lodo. Sin embargo, nada se comparaba con el terror y la angustia que se podía respirar en el ambiente.

Con la gente gritando desconsolada en la calle porque los departamentos sobre la avenida costera ’Miguel Alemán’ en los que vivían sus familiares, habían sido succionados con absolutamente todo lo que tuvieran adentro. Y luego, pensaba en don Nacho. Solo, sin mucha fuerza, despidiéndose de su vida a oscuras, en la inmensa neblina del huracán. Ese instinto de supervivencia con el que contamos todos, impulsó a Carlos a caminar durante
cinco horas entre lodo, árboles y escombros para poder llegar a casa de Daniela. El dolor era intenso. Pero su voluntad de ver a Daniela y a sus hijastros, lo era más.

JAVIER Y LA VOZ EN EL HURACÁN

Javier, quién era productor de música se encontraba la mañana del veintidós de octubre grabando olas en las playas de Pie de la Cuesta para su siguiente video musical. Pie de la Cuesta, famosa por sus atardeceres, tenía un ritmo distinto ese día; las olas lamían la carretera como queriéndose llevar todo. De pronto el cielo se puso negro, Memo, quién era su mejor
amigo insistió, —vámonos—. Tenía más de veinte años conociéndolo y nunca lo había visto así de asustado. Regresó a su departamento, el cual se encontraba en un fraccionamiento ya vacío gracias a la violencia y al crimen organizado.

Con justa razón no ha podido olvidar el recuerdo de esa terrorífica postal. La brisa del mar dejó de ser caricia para convertirse en monstruo. Escuchó como se rompían las ventanas y se arrastraban y los golpeaban entre sí, los muebles de los departamentos vacíos, de pronto, el huracán entró también a su departamento. Se resguardó debajo de la mesa del comedor, la sostenía como escucho de la pesada lluvia, y el rugido del viento que arrastraba todo tipo de
objetos. Solo, desesperado y al borde del llanto, gritaba, —¡voy a morir como mi papá!—. Su padre había sido uno más de los desaparecidos durante el huracán Paulina de 1997. Fue arrastrado por los ríos de agua que se formaban en la colonia Progreso, la misma colonia que en ese momento, Otis destrozaba. Sostenía con fuerza esa mesa mientras lloraba. Una voz cálida le habló al oído: —No es tu momento, vas a sobrevivir esto, todo va a estar bien—. Javier no creía en milagros pero esa voz le brindó calma y certeza. Dejó de llorar y comenzó a sostener la mesa como si fuera el
cuerpo de su padre. Afuera el mundo se destrozaba, adentro, él ya no tenía miedo.

ALEJANDRO Y EL CAMINO SIN SALIDA

Alejandro, ingeniero, fue de los "afortunados": su casa ubicada en la entrada del puerto resistió a los vientos y a cualquier inundación. Pero al intentar llegar a su departamento ubicado en la colonia Progreso, el bulevar ’Vicente Guerrero’ era un campo minado. Su auto había sido aplastado por la lámina de una vecina. Con la misma facilidad de quien sopla una pestaña caída, de un dedo para pedir un deseo, Otis había aventado esa lámina en
su patio. Específicamente, en el parabrisas de su auto. El único auto que quedaba era el de su hija, y ella casi no tenía gasolina en ese momento. Entre lodo, esquivando árboles caídos, postes, vidrios y cables, el auto logró avanzar doscientos metros en dos horas. Parecía que la tierra se había abierto para tragarse a Acapulco. Aún sin servicio de luz, ni de teléfono, él y su hija pasaron la noche, entre velas.

Alejandro lloró por primera vez después de la muerte de su esposa. No por los daños
materiales, sino por los cuerpos apilados como leña en las calles. Al siguiente día intentaron salir de Acapulco y como obra divina —quizás—, lograron encontrarse a tres autos de diferencia con su hijo que se encontraba también en el
embotellamiento. Semanas después se enteraron de personas peleándose a balazos con tal de conseguir un
garrafón de agua. Muy similar a las personas que llegaron a la puerta de Daniela, rogándoles por un vaso de agua a cambio de un colchón o un televisor que habían rapiñado después de la catástrofe.

El puerto, en ruinas. Parecía una zona de guerra. Y cuando por fin pudieron regresar al puerto, visitaron su departamento. Sólo para encontrarse con todo total y completamente saqueado, pero no por personas, sino por el huracán. Los apoyos gubernamentales y la presencia de la Guardia Nacional aligeraron un poco la emergencia e hicieron que las personas, dejaran de comportarse de manera irracional. Sin embargo, ¿en qué mundo es posible curar en el cuerpo, una descarga por ametralladora, con solo una gasa y un curita? En la Costera, donde antes los turistas bebían micheladas, ahora había filas para conseguir un vaso de agua. Un niño jugaba con un letrero roto que decía: ’Bienvenidos a Acapulco’…

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